José Amedo fue una figura importante en las GAL, la contra lucha que presuntamente el gobierno español entabló contra los guerrilleros vascos durante el periodo presidencial de Felipe González. Amedo vivió esta historia, fue acusado y encarcelado por ello. Cumplió su pena. Y esta es la historia detrás del uniformado que un día luchó por su país como lo creía indicado.
Amedo. Fotografía: Jhoarís V. |
Entrevista realizada por Jhoarís Velásquez.
Cuando remembra posa sus
recorridas manos sobre su ceño visiblemente extenuado, y con mirada
honda, levanta la mirada y transita en quimera a otras estaciones, a
tiempos donde José Amedo no era aún el gallardo policía gallego que
luchó junto a las GAL contra ETA, vuela a épocas donde era un retoño
lleno de sueños y angustias.
José Amedo Fouce nació en 1946, en un
pequeño pueblo de Galicia, rodeado de sus padres, abuelos y tíos. Era
invierno, el segundo día del mes de enero y, según le contaron, llegó a
este mundo con muchos problemas para su madre, un parto complicado, pero
al final satisfactorio. Pocos meses después, sus padres tuvieron que
marcharse a vivir a Madrid, por cuestiones laborales, y tardó en
conocerlos. Regresaban en vacaciones a verlo, y mientras tanto sus
abuelos ejercieron de padre y madre. Eran otros tiempos en los que las
distancias eran enormes y las oportunidades de progreso imperativas.
Amedo fue el primer descendiente de la
familia y vivió los primeros años de vida rodeado de afecto y cariño.
Entonces, su abuelo paterno, Celestino, era su gran valedor, su amigo,
su compañero y su alma. Hoy en día todavía lo lleva dentro, lo considera
su ángel de la guarda. “Nos queríamos intensamente”. Después de
instalarse sus padres definitivamente en Bilbao, fueron a buscarlo, casi
ni los conocía y aquello lo desorientó.
Sólo tenía tres años y su vida
estaba allí, junto a su querido abuelo Celestino, que siempre lo llevaba
junto a él a cultivar sus fincas y conservar a sus animales por aquella
inmensa campiña intensamente impregnada por la naturaleza. Su vida
estaba allí, pero se acabó. Lo arrancaban del entorno que llenaba su
alma y su corazón. Sus padres, en cuanto sus circunstancias laborales se
lo permitieron, querían ejercer como tales y “no pensaron en que mis
sentimientos se quedaban allí, junto a mi abuelo y aquellas hermosas
tierras que día a día me vieron correr y crecer”.
Llegó el día de embarcar “en aquel
maldito tren que me llevaba a no sé dónde, ni para qué, ni por qué”. Era
la primera vez que montaba en tren, y lo miraba con rabia, sabía que
aquella locomotora lo alejaría de lo que hasta entonces había sido su
mundo y pasión. Mientras tanto, permanecía fuertemente agarrado de la
mano de su queridísimo abuelo, pensando en que lo perdía. Lo embargaba
el dolor y la pena, pensó en escaparse a algún sitio donde no lo
encontrasen más que su abuelo. Pero no pudo ser, el tren estaba a punto
de ponerse en marcha y su padre le dijo que se despidiese. Ambos se
fundieron en un intenso y profundo abrazo del que parecía que nunca se
desprenderían “y así fue, él sigue vivo en mí”.
Amedo no recuerda cuantas horas tardó el
tren en llegar a Bilbao, solo recuerda que fueron muchas y “pocas para
llorar, no paré hasta que llegué a mi destino”. Su madre no dejaba de
consolarlo, entendía la situación, habían estado separados los primeros
años de su vida y lo llevaban a un mundo desconocido, sin estar
preparado para ello.
Todo le resultaba extraño en Bilbao, era
la primera vez que estaba en una ciudad y no entendía aquella forma de
vida, “¿por qué se vivía encerrado en un piso?”. Se sentía encarcelado y
con sus padres aún no tenía la suficiente confianza para tener un trato
cordial y entrañable. Le resultaba muy difícil aquella situación, y lo
invadía a cada instante la imagen de su abuelo correteando por el campo.
Durante mucho tiempo fue presa de la melancolía y tristeza.
Cuando llegó por primera vez al colegio
en Bilbao, se vio rodeado de curas y adolescentes desconocidos, que se
reían por su acento gallego, lo llamaban “maketo”, él no tenía ni idea
de lo que quería decir aquella palabra, pero intuía que era un insulto
despectivo. No era vasco, pero era el más alto y fuerte del colegio, y
pronto “les planté cara a todos ellos”.
La relación con sus padres fue
mejorando, y se fue acercando a ellos poco a poco, hasta que con el paso
de los años fueron uña y carne.
“Siempre nos quisimos y nos respetamos mucho hasta el día de su muerte. Pero mi abuelo seguía dentro de mí”.
Amedo hoy en día. Fotografía: Jhoarís V. |
Amedo recuerda a su padre como una
persona honrada, trabajadora, un hombre de hacer favores y amante de su
familia. Además, fue un gran campeón de tiro olímpico. De
él aprendió fundamentalmente a ser libre en su forma de pensar, nunca
trató de influirlo en ideologías de ningún tipo. Le enseñó a ser
responsable, metódico y a tratar de hacer el menor daño posible a los
demás. Además, le enseñó a tirar en competiciones y llegó a ser campeón
de España de tiro con carabina en varias ocasiones.
Evoca a su madre como una mujer
entrañable, una dama que jamás habló mal de nadie. “Siempre estaba
dispuesta a perdonar y disculpar. Tenía un gran corazón. Sufrió mucho
por mi cada vez que había un atentado de ETA”. De ella aprendió a no ser
rencoroso, ni a odiar a sus enemigos, por mucho daño que le hiciesen.
Siempre siguió sus buenos consejos en todos los aspectos y “aunque no me
acerque a ella en lo referente a su inmensa bondad, algo me quedó.
Siempre la llevaré en mi corazón”.
Durante su juventud, Amedo fue un
entusiasta del deporte, practicó fútbol, baloncesto y con más intensidad
culturismo y boxeo. De los recuerdos que conserva de su adolescencia,
el que perpetúa con vehemencia es el día que murió su abuelo, en el año
1.960, él tenía 14 años, también rememora a sus primeras novias, y por
último, el dilema al que se enfrentó cuando tuvo que escoger la carrera
que tenía que estudiar.
“Empecé Peritos industriales, no me gustaba, pero lo hice por seguir junto a mi mejor amigo de entones, Guillermo. Ninguno de los dos aguantó más de dos cursos”.
La decisión de estudiar para ingresar en
la Escuela General de Policía, como se llamaba entonces, la decidió
cuando se encontraba sobre un enorme libro de física (estando aún en
Peritos Industriales). Su madre se llevó un gran disgusto, su padre le
dijo que era la última oportunidad que le daba, puesto que antes había
intentado ingresar en la Escuela del Ejército del Aire, pero “la rama de
ciencias se me daba fatal”.
Pasó meses y meses
estudiando todas las ramas del Derecho, tomando pastillas para
concentrarse y estudiaba doce horas diarias. Era la última oportunidad,
como le dijo su padre y tuvo que aprovecharla. Una persona influyó sobre
él, su profesor de Información de la Escuela de Policía, cuando durante
una clase pronunció la siguiente frase: “Cuando un funcionario de
Policía domine la información destacará en esta profesión”.
Cuando
terminó fue destinado al Servicio de Información de la Jefatura Superior
de Policía del País Vasco y en ese servicio permaneció durante toda su
carrera profesional.
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